En los últimos años, la economía ha cambiado a una velocidad que pocos esperaban. Ya no hace falta pisar un banco para hacer una transferencia, pedir un préstamo o consultar el estado de una inversión. Ahora todo ocurre en la pantalla de un móvil. Lo que empezó como una innovación técnica se ha convertido en una transformación profunda, que ya no se queda en las grandes capitales o los centros financieros, sino que empieza a notarse también en ciudades como Salamanca.
Por eso es importante hacerse una pregunta que no siempre aparece en los titulares: ¿cómo está afectando esta revolución financiera global a la economía local, a la de verdad, la que vive en los barrios, en los comercios de toda la vida y en los pequeños ahorradores?
En ese contexto, resulta revelador ver cómo ciertos conceptos que hasta hace poco parecían lejanos, como el Bitcoin, empiezan a formar parte de conversaciones cotidianas. Aunque mucha gente aún no se atreve a dar el paso, lo cierto es que ya no resulta tan raro oír hablar de esta criptomoneda en una cafetería universitaria o entre compañeros de trabajo.
Los cambios no se notan de golpe, pero llegan
A veces, la mejor forma de entender cómo nos afecta algo es fijarse en lo pequeño. En Salamanca, no hace falta mirar muy lejos. Basta con hablar con comerciantes, con jóvenes que emprenden, con autónomos que han aprendido a usar Bizum, Stripe o PayPal para cobrar por sus servicios. Muchos de ellos, sin darse cuenta, han empezado a adaptarse a ese nuevo escenario financiero.
Y lo cierto es que no se trata solo de aceptar nuevas formas de pago. También están cambiando las formas de ahorrar, de invertir e incluso de pedir asesoramiento. Antes, la figura del asesor financiero quedaba reservada a quien tenía grandes patrimonios. Hoy, un chaval de veintipocos años puede abrirse una cuenta de inversión desde el sofá de casa y mover su dinero entre fondos, criptomonedas o cuentas remuneradas. Otra cosa es que sepa realmente lo que está haciendo.
Aquí es donde entra en juego la educación financiera, que sigue siendo una asignatura pendiente en muchos niveles. Porque no basta con tener acceso a la tecnología, hace falta saber interpretarla, entender los riesgos, huir de las promesas fáciles… Y eso no siempre es tan sencillo.
¿Qué pasa con quienes no se suben al tren?
No todo el mundo se adapta al mismo ritmo. En una ciudad con una población envejecida como Salamanca, donde más del 25% de los vecinos tiene más de 65 años, muchos siguen haciendo sus gestiones en ventanilla. Y cuando esas ventanillas cierran, la desconexión es casi inmediata. Por eso, la transformación financiera también está generando una nueva forma de desigualdad: la que no tiene que ver con cuánto dinero tienes, sino con cuánto sabes y sobre cómo usarlo hoy en día.
No se trata de forzar el cambio, sino de acompañarlo. Que los bancos, las instituciones y también los medios de comunicación locales se conviertan en aliados, que informen, expliquen, acerquen lo nuevo sin imponerlo. Porque si algo nos ha enseñado esta revolución digital es que quien se queda fuera del sistema financiero moderno no lo hace siempre por elección.
En ese sentido, también hay diferencias en las diferentes zonas geográficas del país. De este modo, aunque la transformación digital es una realidad y España se encuentra entre los países europeos con mayor nivel de digitalización bancaria (>70%), la velocidad a la que avanza la tecnología financiera no es igual en una gran ciudad que en un municipio pequeño. Salamanca, que convive con zonas rurales en su entorno, es un buen ejemplo de esa diversidad. Mientras algunos negocios incorporan TPV inalámbricos y apps de gestión de cobros, otros aún dependen del efectivo y de la clientela habitual.
En este sentido, la transformación financiera global es como una marea lenta, pero constante. No ha llegado con ruido, pero lo está cambiando todo. Desde cómo cobra un profesor particular hasta cómo invierte una pequeña empresa. Salamanca no es ajena a ese proceso. Su gente, sus negocios y sus instituciones están dentro de un mapa económico que ya no se dibuja solo en las bolsas internacionales, sino en las decisiones cotidianas que tomamos con nuestros teléfonos, nuestras cuentas y nuestras dudas.
Lo importante ahora no es subirse al tren por obligación, sino saber por qué se está moviendo. Entender las oportunidades sin dejarse arrastrar por las modas. Y, sobre todo, no perder de vista que la economía local sigue teniendo un corazón que late fuera de las pantallas: en el trato cercano, en la confianza entre personas y en el conocimiento compartido. La clave está en que lo nuevo no desplace a lo esencial, sino que lo complemente.