Almenara de Tormes

 

[dropcap]Y[/dropcap]a casi se había olvidado aquel tiempo en que los moros habían abandonado definitivamente el castillo, o más bien atalaya, que coronaba el encrespado teso levantado como un espolón próximo al río Tormes. Desde su altura estratégica se dominaba un amplio horizonte y podía alertar, con su almenara, las invasiones desde todas direcciones. Al norte, más allá del frondoso bosque de encinas, se divisaban los escarpes de la Rivera de Cañedo, pero no –aún– la iglesia de Torresmenudas, que se estaba levantando. Al sur el río, corriendo hacia poniente, y su ribera, con sus ricos herbazales y, más allá, la llanada salpicada de encinas y malezas. Al fondo las sierras y el peligro infiel. Éste era el motivo de la fortificación que ahora se estaba reforzando; era preciso vigilar la posible llegada de las huestes sarracenas, que podían utilizar el ancestral vado estival del impetuoso Tormes. No se olvidaban los tremendos estragos causados por los ejércitos de Almanzor en sus repetidas razias. Una y otra vez el poderoso predador pasó por allí el río, a la sombra de la atalaya que, obstinadamente, sufría a menudo las acometidas leonesas, siempre infructuosas.

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La cabeza

  -¿Por qué no salimos de Os Muíños y vamos hacia el centro de Mondoñedo, a ver qué pasa en el espejo? -propuso Catorcena. …………………………. – ¡Santo Deus! ¡O Seminario non está aquí! E a torre da Catedral non está rematada! – ¡A ver! ¡Es cierto! ¡No hay más que huertos y vallas! Pero mira.. (…)

El manuscrito

 

[dropcap]A[/dropcap]l irse el rapaziño, Catorcena, Pepiño y Senén quedaron impacientes por saber que tenía que decir Lucinda. Así que nada más terminar el ágape corrieron a la casucha de la sanadora. Pero ella se empeñó en hablar a solas con Catorcena, de modo que únicamente entró él. Una vela sobre la mesa y la lumbre que calentaba un caldero eran toda la iluminación del lóbrego cuchitril.

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El arriero

"Arreglando la rueda". (Dibujo de E. Jiménez, enero 2021)

 

[dropcap]A[/dropcap] la mañana siguiente los viajeros dejaron Augas Santas, deteniéndose para ver a la sanadora de Armeá. No añadió nada nuevo a lo que ya sabía Catorcena sobre el yelmo del Mariscal Pardo de Cela; nos volvió a recomendar que visitase a su «cofrada» de Mondoñedo y no tuvo que hacer nada en el brazo de Pepiño, que ya estaba completamente curado.

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Augas Santas

 

[dropcap]C[/dropcap]on la cara y las manos llenas de ronchones de los mosquitos de Antela, los viajeros llegaron a Allariz, la hermosa capital gallega de Alfonso X el Sabio. Fueron directamente a la casa de los padres de Pepiño, donde dejaron los enseres y, después de los saludos, Catorcena y los tres peregrinos fueron a dar una vuelta por la ciudad. Admiraron el airoso puente medieval y los cuatro cruceiros y oraron en la iglesia de Santiago.

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