Opinión

La graduación como rito de paso

Graduados de Comunicación de la UPSA.

Los ritos de paso se erigen como umbrales antiguos, portales sagrados que susurran la despedida de un ciclo y el advenimiento de otro. Estas ceremonias, tejidas como símbolos, marcan el inevitable tránsito de la niñez a la madurez, del anonimato a la pertenencia. Así, las culturas ancestrales entrelazaban con hilos de significado ritual los momentos que delinearían la existencia de sus hijos. Eran, en esencia, manifestaciones de una comunidad que trascendían la mera celebración, puentes sagrados que conectaban lo terrenal con lo espiritual. En esos episodios, los jóvenes cruzaban pórticos invisibles, dejando atrás la inocencia de la niñez para asumir la armadura de la madurez.

El pasado sábado, Salamanca celebró la ceremonia de graduación de múltiples facultades, entre ellas, la de mi facultad de Comunicación de la UPSA. Un acto académico que tiene sus raíces en antiguas tradiciones medievales europeas, donde estas ceremonias simbólicas se erguían como monumentos de reconocimiento, marcando la culminación de un arduo camino de aprendizaje y esfuerzo. Aunque la fórmula ha evolucionado y se ha enriquecido con elementos culturales que reflejan la diversidad de cada sociedad (y la influencia del consumismo norteamericano), su esencia como rito de paso permanece intacta: la celebración pública de una transformación profunda en la vida de quienes -al superar determinada edad- han alcanzado un nuevo nivel de conocimiento y responsabilidad.

Y, a pesar de que Miguel Hernández, en sus bellísimas Nanas de la cebolla, escribió a su hijo: “Desperté de ser niño;/ nunca despiertes./ Triste llevo la boca./ Ríete siempre”, este momento representa un momento anhelado para nuestros estudiantes. Es el instante en que dejan de ser vistos socialmente como niños para ser reconocidos, oficialmente, como adultos. Un relámpago en que el tiempo parece detenerse, y aquellos que han transitado un largo sendero de esfuerzo y dedicación se preparan para cruzar un umbral invisible, llevando consigo la promesa de un nuevo comienzo.

Pero, en cualquier caso, la ceremonia de graduación trasciende la simple entrega de un diploma o de una banda; es un acto de afirmación, un homenaje al empeño y la perseverancia. La comunidad y las familias se congregan para celebrar la metamorfosis, vitoreando a quienes, con dedicación, han conquistado un fragmento del saber. Las palabras de felicitación se entrelazan con sentimientos profundos: gratitud por lo aprendido, incertidumbre por el porvenir, y la convicción de que este paso es solo la primera piedra en un largo camino de descubrimiento y crecimiento.

Por otra parte, la graduación no es solo un acto de cierre académico; es también una liturgia de despedidas, un adiós a un capítulo lleno de desafíos, amistades y momentos imborrables: el alejamiento de los compañeros que se han convertido en hermanos, de las mañanas y las tardes interminables en las aulas, de las noches mágicas recorriendo los rincones vivos de nuestra ciudad, de los profesores que fueron faros en el sendero del conocimiento. Cada rostro, cada palabra se vuelve irrepetible, un recuerdo que acompañará los días venideros.

La incertidumbre del futuro se entrelaza con la emoción de una libertad recién conquistada. Abandonar los años de estudio implica también dejar atrás la zona de confort (y pocas expresiones de moda tan plenas de significado como esta), las certezas que, aunque a veces pesadas, ofrecían un refugio seguro. Sin embargo, en esa despedida yace una semilla de crecimiento: la oportunidad de reinventarse, de explorar nuevos horizontes y de afrontar los desafíos que la vida presenta en los cambios de edad.

En ese instante, el corazón se llena de una gratitud profunda. Cada uno, con su maleta cargada de lecciones y proyectos, se dispone a cruzar una nueva linde, consciente de que, aunque los caminos puedan bifurcarse, las huellas dejadas en aquel rincón de la historia permanecen imborrables. Esos años dejan en la memoria un tatuaje indeleble, una marca eterna en la piel de cada estudiante que transitó por esas aulas.

Porque, cuando el tiempo pasa y estos años parecen lejanos, uno desearía profundamente volver a vivirlos, como bien nos susurra Sánchez Rosillo: “Después, cuando parece que todo se ha cumplido,/ te entregas cabizbajo a la añoranza/ del breve resplandor maravilloso/ que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo”. O, como tan nostálgica y bellamente cantó Wordsworth en una de sus más célebres odas, aquella que inspiró a Elia Kazan la inolvidable película Esplendor en la hierba: Pido prestada la traducción a José María Valverde; la imagenimborrable en mi mente- es la de la joven Natalie Wood interpretando al poeta ante sus compañeros: “Aunque el fulgor que fue tan claro en otro tiempo/ se quite para siempre de mi vista/,  aunque nada me pueda devolver esas horas/ de esplendor en la hierba, de gloria entre las flores,/ no me voy a afligir, sino más bien a hallar/ fuerza en lo que atrás queda”. Y es verdad, la belleza siempre sobrevive en el recuerdo.

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