Opinión

La toga como arma política

El Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz. (Archivo)

Lo sucedido estos días con la imputación del Fiscal General del Estado no puede entenderse únicamente como un acto jurídico, es, en gran medida, un acto político revestido de formalidad judicial. Y eso es profundamente preocupante para la salud democrática de un país que necesita confiar en que quienes imparten justicia lo hacen con imparcialidad, no con el objetivo de interferir en la vida política por vías que la ciudadanía no controla.

El auto del magistrado del Tribunal Supremo que imputa a Álvaro García Ortiz por un supuesto delito de revelación de secretos no se sostiene en pruebas sólidas, sino en construcciones hipotéticas, en interpretaciones de tiempos y coincidencias, y en una evidente voluntad de encajar los hechos en un relato previamente asumido. Lo más grave es que se llega a insinuar, con una ligereza impropia de un juez que debe trabajar sobre hechos y no sobre sospechas políticas, que podría haber existido una instrucción o encargo desde la Presidencia del Gobierno. La acusación, sin embargo, carece por completo de documentación que lo respalde: no hay correos, no hay llamadas, no hay mensajes, no hay confesiones, no hay nada. Solo conjeturas, y conjeturas graves.

Además, el magistrado se permite descartar declaraciones de periodistas que afirmaron haber recibido el correo antes de que lo tuviera la propia Fiscalía, lo que desmontaría por completo la acusación de filtración. Pero sus testimonios son minimizados o directamente ignorados porque no se ajustan a la tesis del juez instructor. En cambio, se da plena credibilidad a peritajes y relatos que refuerzan la versión que se busca sostener. Así, la instrucción no parece una búsqueda honesta de la verdad, sino una operación quirúrgica para construir una imputación que encaje con determinadas agendas.

Estamos ante un uso instrumental de la justicia que empieza a ser demasiado evidente. No es la primera vez que ciertos jueces, amparados en su independencia formal, intervienen con decisiones que producen un enorme eco político justo en momentos especialmente delicados. La imputación de un Fiscal General del Estado ya es, de por sí, un hecho de enorme trascendencia institucional, pero que esta se base en indicios tan endebles y se acompañe de insinuaciones hacia el Ejecutivo sin respaldo probatorio convierte el auto en una declaración política más que en un paso jurídico justificado.

El daño ya está hecho: titulares, ruido, deslegitimación de las instituciones y una justicia que parece cada vez más cómoda jugando el papel de oposición. Esta forma de actuar mina la confianza en el Estado de Derecho. Si no hay pruebas contra el Fiscal General, y si no hay rastro alguno de vinculación real con la Moncloa, entonces esto no es justicia, sino otra cosa. Y esa otra cosa tiene un nombre: utilización política de la toga.

Deja un comentario

No dejes ni tu nombre ni el correo. Deja tu comentario como 'Anónimo' o un alias.

Te recomendamos

Buscar
Servicios