Cada uno ocupamos, físicamente también, un lugar en el mundo. Un espacio que habitamos como si de un envoltorio frágil o un refugio cálido se tratara. El mío está situado en la intersección entre la Flecha y Santa Marta de Tormes. Desde una de las ventanas de mi buhardilla, donde tengo mi rincón de trabajo, puedo contemplar aquel lugar alzado que fue la salvación de Fray Luis de León, aquel escondite donde el sabio se retiró de “aqueste mundo malvado”. Yo también necesito retirarme en ese cobijo mío, con frecuencia, del ruido del mundo y también de sus zarpazos, a pasar a solas la vida ni envidiada ni envidiosa, como escribía el agustino. La escritura es, en este sentido, al menos para mí, la mejor vía, y la más eficaz y feliz terapia.
Desde la otra ventana contemplo diseminadas, como si de una alfombra extendida se tratara, las casas del municipio de Santa Marta de Tormes, territorio burbujeante de vida con sus gentes buenas, sus paisajes agradables, su cultura visual, su naturaleza desbordante… Lugar donde la intrahistoria salmantina pespuntea a diario el latido de sus gentes, quienes constituyen la verdadera ciudad o cívitas, que siempre es algo vivo y, por supuesto, mucho más que urbe. La cívitas es de los ciudadanos, y de ahí viene el adjetivo cívico. La urbe es de los constructores. La ciudadanía crece en las plazas, el urbanismo en los despachos. La primera nos enriquece a todos como especie, la segunda no siempre.
En este triángulo formado con los dos puntos mencionados, como diría Juan Antonio González Iglesias, un ángulo me basta. Pero hay más, pues al fondo, más allá de este pequeño paisaje semiurbano, como un icono sagrado colgado de una pared hecha de aire y cielo, se muestra imponente La Catedral de Salamanca. Salamanca, esta ciudad en la que da gusto vivir, en la que uno se siente siempre ciudadano del mundo, una ciudad que anuda en ella la más alta cultura, una ciudad a la que una vez que uno llega y es enhechizado, lo hace para quedarse para siempre.
Estas miradas serán, simbólicamente, las dimensiones que abarcarán mis textos de opinión en La Crónica de Salamanca, periódico generoso, con su generosa Lira –mejor nombre imposible para guiar la voz de la ciudadanía–, que ha tenido a bien acogerme con los brazos abiertos como se abraza a alguien de tu propia familia. Entro en ella, de este modo, sintiéndome muy bien acompañada, a formar parte de ese elenco de magníficas firmas con que se viste de gala cada día. Esas serán las perspectivas, las temáticas, los intereses, en definitiva, que ocuparán mi quehacer periodístico: el literario y el social; la cultura y la vida; la estética y la gente; la poesía y la palabra en su uso cotidiano…
Como le sucedió a aquel hombre poetizado por Borges que pobló su espacio con imágenes de provincias, reinos, montañas, islas, peces, habitaciones, astros… y al final descubrió que lo que había hecho era trazar la verdadera imagen de su cara, así estos textos hablarán (siempre lo hacen) de cómo percibe el mundo quién los escribe. Eso es hacer periodismo de opinión, y así lo hemos enseñado desde siempre en la Facultad de Comunicación de la UPSA.
Todo lugar es siempre un microcosmos que reproduce a pequeña escala las características del macrocosmos, una reproducción en miniatura del universo, como bien señalan tantas tradiciones, desde las Upanishads hasta nuestros días. También el mío lo es. Y ahora me refiero no al espacio de trabajo, ni a mi lugar de residencia, sino a este otro hecho de palabras que me abre, a partir de hoy, con hospitalidad amigable La Crónica de Salamanca.