En una sociedad democrática el derecho a expresar opiniones debería estar tan protegido como el aire que respiramos. Sin embargo, cada vez resulta más evidente que el miedo está erosionando ese derecho. No un miedo impuesto por una dictadura explícita, sino un temor difuso, omnipresente, que se instala en la vida cotidiana como una niebla que lo envuelve todo: miedo a expresar una opinión, al juicio público, al rechazo, al aislamiento, a perder un trabajo, a recibir amenazas o incluso a ser ridiculizado en una red social.
Vivimos tiempos paradójicos. Nunca habíamos tenido tantas plataformas para hablar, para opinar, para debatir. Pero ese aparente exceso de libertad esconde una trampa: la autocensura se ha convertido en moneda común. Mucha gente, especialmente jóvenes, prefieren callar antes que correr el riesgo de ser etiquetados, cancelados o malinterpretados. Y este fenómeno, aunque no es exclusivo de un espectro ideológico, afecta principalmente a quienes cuestionan el discurso dominante.
El miedo impide la opinión pública y también la opinión publicada. También se ha infiltrado en el periodismo, una profesión que debería estar al servicio de la verdad y del interés colectivo. Cada vez son más los periodistas que no escriben lo que piensan, ni siquiera lo que saben, porque la libertad de expresión ha sido sustituida por las directrices de los propietarios de los medios. Las líneas editoriales responden más a intereses económicos, políticos o empresariales que al derecho de la ciudadanía a estar informada con rigor. En este contexto, el periodismo se convierte en una pieza más del engranaje del poder, y quienes intentan resistirse desde dentro se ven arrinconados, censurados o directamente expulsados del sistema. Como advirtió Noam Chomsky: Si no creemos en la libertad de expresión para aquellas personas que despreciamos, entonces no creemos en ella en absoluto.
El filósofo español Fernando Broncano ha advertido que “el miedo produce fascismo. Siempre que el miedo se extiende en la sociedad, es un material absolutamente maleable por parte del poder”. Su reflexión es especialmente pertinente en este contexto: el miedo, cuando se normaliza, deja de ser una reacción individual para convertirse en una herramienta colectiva de control. En tiempos de incertidumbre y ansiedad, como los actuales, la ciudadanía puede verse empujada no solo a callar, sino incluso a desear que otros callen, en nombre de una supuesta seguridad o corrección, o para que termine el ruido de una vez. De este modo, el miedo se convierte en el combustible perfecto para erosionar la libertad desde dentro, sin necesidad de prohibiciones explícitas.
El miedo a expresarse genera una sociedad más uniforme en apariencia, pero profundamente fracturada en su interior. Se pierde la riqueza del disenso, el valor del diálogo entre posturas opuestas, la posibilidad de construir consensos. El pensamiento se vuelve plano, precavido y, en muchos casos, hipócrita. Nos vamos encerrando en burbujas donde solo se escucha lo que confirma nuestras ideas y se desactiva cualquier posibilidad de contraste.
A largo plazo, esta autocensura no solo empobrece el debate público, sino que alimenta el resentimiento. Cuando las personas sienten que no pueden hablar, que sus experiencias o preocupaciones son ignoradas o despreciadas, la frustración crece.
La solución no es trivial. No se trata de reivindicar un ‘todo vale’ donde el respeto y la responsabilidad desaparezcan, algo que está sucediendo en las redes sociales. Se trata, más bien, de recuperar una cultura de la palabra donde disentir no sea una amenaza, sino una forma de enriquecer la vida común, donde manifestarse no sea un acto de valentía, sino un ejercicio normal de ciudadanía y donde el miedo deje de ser un freno para convertirse, si acaso, en una pregunta que nos invite a hablar con más conciencia, no con menos libertad.
Porque una democracia donde la gente tiene miedo a hablar, no es una democracia sana. Es una sociedad que, poco a poco, se queda sin voz hasta que se la quitan definitivamente. No es una exageración, ya ha sucedido.
Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario
31 de mayo pic.twitter.com/rJgbAl6Pu8
— Miguel Barrueco Ferrero (@BarruecoMiguel) May 29, 2025
1 comentario en «El miedo»
Bueno en ese apartado yo creo que me he dado cuenta ya cuando tenía 12 o 13 años creo que eran ni en ciencias sociales que tú no podías opinar en los exámenes lo que creías tenías que que poner lo que creía el profesor si es que querías aprobar claro