Opinión

El arte de quedarse a oscuras

Una mano sujetando una vela. Imagen de Thomas Mühl en Pixabay

Pocas cosas afectan tanto como un buen apagón. No importa si es en Nueva York, Roma, Buenos Aires o Barcelona, basta que la luz se apague para que aflore nuestra incapacidad para vivir sin enchufes. Un apagón nos sitúa súbitamente frente a la verdad: dependemos, más de lo que queremos admitir, de una red invisible y frágil. Los grandes apagones nos recuerdan nuestra vulnerabilidad.

El apagón de Nueva York de 1977 dejó la ciudad a oscuras. Mientras fallaban los generadores también lo hacían las barreras sociales: saqueos, incendios y un caos reflejo de las tensiones raciales, económicas y políticas de la época, se apoderaron de la ciudad. No fue solo la falta de luz, era la ausencia de esperanza. Algo similar, aunque menos violento, sucedió en 2003, cuando un fallo técnico en Ohio dejó sin electricidad a 50 millones de personas en EE.UU. y Canadá. Esta vez, el desconcierto superó al resentimiento: aprendimos que hasta los sistemas más sofisticados son increíblemente interdependientes y frágiles.

En 2003 otro apagón dejó a Italia a oscuras, fue un caso de vulnerabilidad: unos árboles que tocaron líneas eléctricas en Suiza bastaron para producir el colapso en todo el país. La imagen de Roma en tinieblas, con turistas desorientados cenando a la luz de las velas, dio la vuelta al mundo y simbolizó el desconcierto de una Europa que, hasta entonces, se creía inmune a estos fallos «propios del tercer mundo».

Argentina sufrió en 2019 un apagón masivo que afectó a casi todo el país, además de zonas de Uruguay, Brasil y Chile. Originado por un fallo de la empresa Transfener por ahorrar costes de mantenimiento, fue un fenómeno sin precedentes que puso de manifiesto la fragilidad de las infraestructuras y también la falta de transparencia política: durante días las autoridades ofrecieron explicaciones imprecisas y nadie se hizo cargo de la responsabilidad por lo sucedido.

España, más habituada a cortes puntuales que a apagones masivos, tiene también su propia historia. El apagón de Barcelona en 2007, provocado por el fallo de varias subestaciones eléctricas, dejó a cientos de miles de personas sin luz durante días en plena ola de calor. No fue solo una molestia, emergió el estupor: ¿Cómo una ciudad moderna, que se mostraba como escaparate internacional, podía ser tan frágil?

Y ahora, el 28 de abril, España ha vivido el mayor apagón de su historia. A las 12:33 horas un fallo en el sistema eléctrico dejó sin suministro a toda la península ibérica con un impacto inmediato y generalizado: hospitales operando con generadores, redes de telecomunicaciones colapsadas, trenes detenidos, aeropuertos paralizados…  Sin embargo, a pesar de la magnitud del apagón y que los propagadores habituales de bulos anunciaban una noche de pillaje, la reacción ciudadana ha sido ejemplar: todo transcurrió con «absoluta normalidad», sin incidentes destacables.

¿Qué nos enseñan todos estos apagones? Primero, que la tecnología, lejos de garantizarnos la invulnerabilidad, a menudo multiplica los riesgos cuando se descuida su mantenimiento en aras del beneficio inmediato de las empresas responsables (como parece haber sido el caso). Segundo, que las crisis eléctricas son un espejo de las crisis sociales: donde hay cohesión, hay resiliencia, donde hay tensión, el apagón es solo el detonador de otros estallidos. La moraleja es clara: somos civilizados, modernos, tecnológicamente avanzados, artificialmente inteligentes, hasta que un árbol, una chispa o una torpeza en la gestión nos devuelve a la edad de piedra y nos recuerda que, en el fondo, no hemos cambiado tanto: solo hemos sustituido la hoguera por el microondas.

Quizás la lección más importante debería ser que en la oscuridad redescubrimos lo esencial: mirar al cielo de día y de noche, conversar cara a cara sin pantallas de por medio, caminar sin el ritmo frenético habitual… Cada apagón es un recordatorio incómodo de que la civilización no solo no es eterna, sino que es frágil, y que la verdadera energía, la verdadera luz, no es la que fluye por los cables, sino la que somos capaces de transmitir entre nosotros.

Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario

@BarruecoMiguel

2 comentarios en «El arte de quedarse a oscuras»

  1. Bueno creo que solamente te has dejado un apagón el que sufren en Cuba diariamente el el treinta por ciento por lo menos de la población y no tiene miras de que vaya a mejor un abrazo a todos los cubanos que están sin luz continuamente

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  2. Sí pero Cuba padece un bloqueo del país mas imperialista inaguantable para cualquier país siendo una isla excepto para los países más grandes que son los que más recursos naturales tienen.

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